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El turismo es una de las actividades económicas más relevantes del mundo, posiblemente la más importante. Su vertiginoso y, en no pocas ocasiones brusco, crecimiento va estrechamente unido al binomio “sol y playa”. A pesar de esto, la demanda turística y el perfil de lo que hoy se considera turista ha cambiado muchísimo, y eso que denominamos “patrimonio cultural” tiene también un largo recorrido histórico como atractivo del turismo. El turismo en busca de patrimonio cultural, el turismo cultural, ha generado centros de atracción a escala mundial tales como París, Roma, Londres o Viena. 

Es más, la relación turismo-patrimonio juega un papel fundamental dentro de la doctrina conocida como “desarrollo sostenible”, doctrina que parte del documento Nuestro futuro común o Informe Brundtland, y que adquiriría naturaleza programática en los acuerdos de la Agenda 21 de la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992). El Programa 21, conocido también como Agenda 21, concede prioridad al patrimonio cultural como recurso alternativo al señalar en su punto primero que “siendo el turismo un potente instrumento de desarrollo, puede y debe participar activamente en la estrategia de desarrollo sostenible”.

Sin embargo, en la actualidad, nos encontramos con una situación paradójica. Por un lado, a pesar de la doctrina del desarrollo sostenible, se detecta un predominio de las percepciones negativas en la relación turismo-patrimonio porque: 1) El turismo tiende a considerarse todavía en términos de impacto sobre el territorio y la sociedad que lo recibe; 2) Ergo, utilizar el patrimonio para atraer turistas conllevar que éste se vea como algo creado expresamente para los turistas o como una “venta” (mercantilización) de algo muy sagrado. Por otro lado, proliferan las localidades que recurren al patrimonio para generar dinero vía turismo.

Y es que el patrimonio cultural, el patrimonio en general de hecho, es una materia altamente delicada. Si nos atenemos a lo que dice la UNESCO: «patrimonio es el legado que recibimos del pasado, lo que vivimos en el presente y lo que transmitimos a las futuras generaciones”. Es decir, cualquier cosa que se considere que deba serlo. En palabras de Prats y Santana: “todo aquello que juzgamos digno de conservación por motivos no utilitarios”. El caso es que hablamos de elementos donde se depositan la identidad, la memoria, la historia, el sentir o el arte de una colectividad, llámese pueblo o sociedad. Y es esta materia tan delicada, que se siente como la representación del “nosotros”, de la que somos herederos pero no propietarios, la que se utiliza, la que se decide utilizar para atraer turistas, quizá porque no hay otro recurso.

Así, suele ocurrir que se recurra a las denominadas “puestas en valor”, un conjunto de actuaciones y medidas, que comprenden desde el acondicionamiento (rehabilitación, señalización) del elemento patrimonial a su publicitación. A veces, las puestas en valor se insertan en estrategias más ambiciosas, como la elaboración de una marca-ciudad (city-branding). Todo esto puede funcionar o no, o hacerlo deficientemente. Sobrevalorar la capacidad de atracción de turistas de los elementos patrimoniales suele ser un ingrediente clave para el fracaso, no menos frecuente que la imprevisión de las posibilidades turísticas de la propia población, en sus diversos aspectos.

Sin embargo, estrategias exitosas y destinadas al fracaso siempre poseen un gran inconveniente que las lastra: son estrategias hacia afuera que no consideran a quienes se supone que son los poseedores o depositarios del patrimonio: las sociedades locales. Es decir, en términos de antropología social, se da una ruptura en la continuidad de producción de significados al percibirse que el patrimonio está para el turismo y no para sus custodios auténticos (la sociedad local).

Estas situaciones se traducen en rechazos directos o velados hacia los turistas o el propio patrimonio, del cual muchos de ellos viven precisamente porque los efectos negativos suelen estar más relacionados con dinámicas sociales internas, decisiones erróneas en las estrategias, o prácticas inadecuadas en relación con turismo y con la falta de difusión del patrimonio, o lo que es igual, con la carencia de estrategias de dentro hacia dentro.

Para concluir, en la relación turismo-patrimonio hay que tener claro que el patrimonio cultural y el turismo relacionado con éste no son la panacea de todos los males económicos; pero también que el desarrollo que éste procura no se limita a la vertiente crematística (o precisamente por ello). Es por esto que sería deseable deslindar claramente los objetivos de salvaguarda patrimonial de los relativos a su la puesta en valor en el mercado turístico.

Además, sería imprescindible no supeditar las acciones patrimoniales a la preservación de elementos patrimoniales aislados, por muy significativos que resulten en momento determinado. Y esto supone conocer bien a las sociedades depositarias de esos elementos porque sin estas el patrimonio no es sino un pez fuera del agua. Nuevamente citando a Prats y Santana, “el patrimonio no está en las piedras, sino en las personas”.

El autor del texto es Daniel Carmona Zubiri, profesor del Máster en Antropología Social Práctica de la Universidad Miguel Hernández de Elche.